La extraña soledad de Guardiola
Sandro Rosell abraza a Pep Guardiola en la rueda de prensa en la que el técnico anunció su despedida / reuters
La tristeza de Pep Guardiola es igual de contagiosa que su vitalidad para el barcelonismo y, como al entrenador se le ve abatido desde su renuncia, la hinchada se pregunta por las causas de su melancolía. Aunque ya advirtió de que se había quedado sin energía, su aspecto no es propiamente el de un liberado, sino que expresa una cierta desorientación, como si se sintiera solo o extraviado, a veces incluso ausente, fuera de un marco al que ha dado forma y fondo de manera majestuosa. En ocasiones incluso parece que hasta Guardiola ha sido víctima de su propio Barça.
El gesto apesadumbrado del técnico ha desteñido la foto de familia que el club presentó el día de la festividad de la patrona de Cataluña, cuando el presidente, Sandro Rosell, y el director deportivo, Andoni Zubizarreta, comunicaron al mismo tiempo la marcha de Guardiola y su sustitución por Tito Vilanova. A ojos del espectador, pareció el retrato perfecto, un momento de máxima comunión barcelonista, una solución consensuada para contrarrestar la decisión más traumática. Ahora, con el paso del tiempo y vista la cara de Guardiola, hay serias dudas, empezando por una que atormenta: ¿era este el final que merecía Pep? Desde luego, no es el que podía haberse imaginado el todavía entrenador del Barça.
A Guardiola le habría gustado separar las dos noticias que el club ofreció como parte de una misma información. Quería que el anuncio del nombre del nuevo entrenador, incluso siendo Tito, hubiera sido posterior en hora y fecha al de su partida. No se reparó entonces en una afirmación que con el tiempo ha adquirido más trascendencia: “Lo de Tito no es una decisión mía, sino de Zubizarreta”. Y remachó Guardiola: “Me he enterado hoy mismo de que mi sustituto era Tito”. Nadie adivinó conflicto alguno, sino que se aplaudió la actuación del director deportivo.
Al igual que Guardiola, Zubizarreta tampoco supo hasta el mismo viernes que Vilanova había aceptado finalmente dirigir al Barça. Ambos técnicos, primer y segundo entrenador, conversaron en el ensayo matinal y, una vez finalizado, a una hora de la anunciada conferencia de prensa, Vilanova respondió afirmativamente a Zubizarreta, quien, a su vez, informó de la decisión a la directiva; al capitán del equipo, Carles Puyol, y después, públicamente. No quería que se dilatara ni un momento: el tempo del club no coincidía de nuevo con el de Guardiola.
Zubizarreta necesitaba demostrar que tenía una solución por si, finalmente, había que cambiar de entrenador y, una vez elegido Vilanova, sabía también que era imprescindible su nombramiento inmediato porque cualquier aplazamiento habría redundado en contra del propio técnico elegido y del club. Aunque Tito hubiera agradecido un margen mayor para reflexionar, el director deportivo no quería exponerse a que la demora se interpretara como un signo de debilidad, duda o falta de estrategia cuando, precisamente, era un acto de afirmación.
“Anunciar que optábamos por Tito tres días después de asumir la salida de Pep era contraproducente para el propio Tito. Nos habrían acusado de no haber encontrado un técnico mejor, de no tener plan, de no creer en nuestro modelo. Así reforzamos al nuevo entrenador, al director deportivo y al club”, coinciden en opinar algunos directivos; “no se trataba de rebajar el protagonismo de Guardiola, sino de un acto de lealtad a la entidad”. La discusión, de todas maneras, ha activado el dichoso entorno y el dramático culebrón culé ha recuperado su esplendor.
Ha reaparecido Joan Laporta, ha hablado Marc Ingla, se espera que también tome la palabra Agustí Benedito (excandidato presidencial), se pide la opinión de Johan Cruyff, templa Carles Rexach, se mide la fuerza de Rosell, se controlan los pasos de Guardiola y comparece Zubizarreta. Hay quien compara a Vilanova con Rexach, como si hubiera traicionado a Guardiola, y son varios los que están preocupados por la relación Guardiola-Zubizarreta, menos afectiva seguramente que cuando el entrenador exigió su fichaje a Rosell como director deportivo para continuar en el club hace dos años. La mala cara de Guardiola alimenta el debate en el Camp Nou.
Guardiola ha acabado siendo víctima de su estrategia desde que decidió renovar su contrato año a año y no prorrogar el acuerdo por dos temporadas con la posibilidad de ser revisado a mitad de camino. Comunicó en octubre pasado a personas del club que seguramente no lo renovaría, afectado por el desgaste, por la enfermedad de Vilanova, por cómo pintaban las cosas. Más que una decisión formal, se tomó como una declaración de intenciones, de manera que una y otra parte se concedieron un tiempo. No convenía precipitarse. No había, de momento, prisa.
El entrenador fue dando vueltas al asunto y, tanto en el vestuario como en un viaje de descanso, habló con Vilanova sobre la posibilidad de trabajar en otro club o parar un año. Zubizarreta, mientras tanto, asumió la posibilidad de tener que buscar un entrenador. Puesto que tenía el convencimiento de que Guardiola, finalmente, seguiría, se imponía buscar una alternativa sin levantar sospechas. No podía abrir ninguna negociación, ni siquiera descolgar el teléfono, porque habría significado aceptar que se podía ir Guardiola y que la noticia hubiera llegado al propio Guardiola.
El club no quería incomodar a Guardiola, que había comprado tiempo para resolver su futuro. Las dudas, sin embargo, fueron atormentándole, por más que alguna vez Zubizarreta bromeara con él, como cuando le ofreció dirigir al conjunto juvenil por la renuncia de Óscar García. La situación se llegó a bloquear y Zubizarreta empezó a pensar en Vilanova. El problema es que no podía verbalizar sus intenciones. No era cuestión de puentear al técnico ni de hacerle partícipe de sus pensamientos porque podía interpretar que se renunciaba a su renovación.
Aunque en cierto modo el club era prisionero de la decisión de Guardiola, la sensación en el Camp Nou era que cada día que pasaba jugaba a favor de su continuidad, de manera que se imponía prudencia y no cometer errores. Incluso en las reuniones con el presidente para despachar temas ordinarios: no abría la boca Rosell. La junta sentía en el despacho la misma presión que el entrenador en la cancha: el sufrimiento se socializó. Hasta que llegó el partido con el Chelsea, el Barça quedó eliminado en las semifinales de la Champions y Guardiola se ratificó en la reunión que convocó en su casa, para desayunar, el miércoles, muy pronto, muy fresca la derrota, tal vez demasiado: “Lo dejo”.
Ya no hubo marcha atrás. Durante 72 horas, nadie, ni sus amigos, con los que llevaba tiempo compartiendo sus titubeos (Manel Estiarte le reiteraba: “Atiende solo a tu razón, no te dejes condicionar”); ni los mensajes de sus jugadores mostrándole su afecto (Valdés, Iniesta, Xavi y sobre todo Messi le llenaron el móvil de SMS), ni el propio Vilanova le hicieron cambiar de opinión. La derrota ante el Madrid, partido que desencadenó la ira de Messi en el vestuario, y la caída frente al Chelsea precipitaron los acontecimientos. El equipo perdió naturalidad y, forzada la situación en la cancha y en el despacho, explotó Guardiola.
Los tres días que mediaron desde la decisión del entrenador hasta su sustitución fueron frenéticos. El escenario descolocó a Guardiola desde que Zubizarreta ofreció el cargo a Tito el mismo miércoles, en el desayuno en casa de Pep. Nadie había contemplado tal posibilidad. La sorpresa era monumental. El plan exigía una respuesta rápida. El reloj, enemigo durante meses, jugaba al final a favor de Zubizarreta. Todos los implicados conocían la propuesta, pertenecían al mismo bando y defendían un método único. No había necesidad siquiera de utilizar el teléfono. Solo faltaba una puesta en común.
Ya se sabe que las cosas de familia provocan traumas y enemistades o generan las mejores catarsis. No contaba Guardiola seguramente con que su sustituto pudiera ser la misma persona que se sentaba a su lado en el banquillo y formaba parte de su propia familia futbolística, por la que siempre negociaba los mejores contratos. No había reparado en la posibilidad de que fueran divisibles porque, precisamente, defendían la misma idea de juego. Ni entendía cómo el club podía responder de forma instantánea con Vilanova a una decisión que a él le llevó meses tomar.
Tito estaba seguro de convencer a Pep sobre su continuidad o de seguirle en el éxodo. Pero nunca vio venir la oferta de Zubizarreta. Se la encontró de golpe y no la aceptó hasta que no tuvo más remedio que hacerlo. Guardiola le ayudó a tomar la decisión. Jamás le conminó a que no aceptara el cargo, ni lo insinuó, sino que insistió en que, si se sentía con fuerzas y estaba convencido, respondiera afirmativamente. Vilanova la habría rechazado si hubiera sospechado que molestaba a Guardiola. Le tiene por uno de sus cuatro amigos. Le debe mucho y no le cambia por nada. Así que dijo que sí cuando no pudo darle otra vuelta porque no disponía de más tiempo: el tren partía y Zubizarreta necesitaba una respuesta.
El presidente se deja llevar mientras algunos aficionados le suponen preparado con un álbum de cromos encabezado por Neymar por si es necesario aplicar un plan C después del B. Zubizarreta defiende el modelo por encima de las personas, incluso de Guardiola, después de su renuncia. Y Guardiola, aturdido, parece pasear su soledad porque, después de anunciar su partida, sabe que una parte suya quedará en el club y deberá recomenzar de nuevo, tras un año sabático, sin su equipo de trabajo y sin más ayuda que su bendita cabeza.
“Es como si Pep no supiera a qué carta quedarse”, le definen personas del club. “De la misma manera que se fue comprensivo con su decisión, Guardiola debe serlo con la de los demás”, añaden. ¿Y qué dice Guardiola? “¡Dejadme en paz¡”, pide a gritos. El rey del discurso vive presa de su silencio, que se interpreta con más o menos maldad en un entorno atrincherado. La afición ha perdido la palabra del guía y camina aturdida por un camino que solo parece conocer Zubizarreta.
Las transiciones nunca fueron fáciles después de reinados excelsos como el de Guardiola. Le alcanza con remitirse a su obra para no tener que dar explicaciones: “Me veréis poco el pelo”, avisa. Ni Messi con el balón le ha sorprendido tanto como su propio Barça.