Federer congela el tiempo
Hay rugidos, bramidos, fanfarria de guerra. La catedral de Wimbledon recibe al británico Andy Murray sin importarle que enfrente esté el legendario Roger Federer, soñando con el primer título de un local desde 1936 (Fred Perry), gritando las patrióticas gargantas para que su héroe evite que el suizo conquiste su 17º grande y vuelva al número uno. David Cameron, el primer ministro, contiene como puede sus emociones en el palco real, donde también se sienta Pippa Middleton, la hermana de Catalina, la duquesa de Cambridge, bien cerca ambas de los Beckham. El Reino Unido lleva 76 años esperando un día como este. Murray lo lleva aguardando toda su vida. El calendario, sin embargo, seguirá descontando hojas: a los 25 años, el escocés pierde (4-6, 7-5, 6-3 y 6-4) su cuarta final del Grand Slam y ve cómo Federer conquista su primer grande en más de dos años, se aúpa al número uno y se asegura superar el récord de semanas totales en el trono (286, Pete Sampras).
En la primera final bajo techo de la historia de Wimbledon, todo se decide tras el parón (4-6, 7-5, 1-1 40-0) por lluvia que obliga a usar la cobertura. Se llega al 3-2 y saque de Murray. Entonces, el tiempo se detiene. Son casi 20 minutos en los que el número cuatro no consigue sacar adelante su servicio ni el ya número uno conquistarlo. Son 10 deuces. Son una treintena de peloteos endemoniados, cinco bolas de break desaprovechadas por Federer y un puñado de ventajas perdidas por Murray, que tres veces acaba por los suelos y, en una, increíblemente, cede un punto que quizás habría cambiado el partido. A la sexta bola de break, Federer, que ha estado irreconociblemente impreciso en las opciones anteriores, disparando fuera restos sobre segundos servicios, convierte ese punto de oro. Una bola que vale más de medio título, su séptimo Wimbledon. El suizo dicta a partir de entonces una lección maestra.
Antes, el juego no responde a las expectativas creadas. Es un Federer menor, pálido en la comparación consigo mismo. De la estrategia perfectamente ejecutada contra Novak Djokovic, en semifinales, el suizo pasa a ofrecer solo retazos de su genio. Para cuando llega la lluvia ha cometido 25 errores no forzados, 16 solo en la primera manga, cuando en todo el duelo con el serbio cometió 10. Su derecha es un cara o cruz. Sus remates, una invitación al contraataque. Su primer juego al saque, que pierde, una pesadilla hecha de fallos. A Federer le salva que Murray, tras su espectacular inicio (0-2 y 30-30), también sufre para culminar sus oportunidades, y que su infinito talento brota cuando más lo necesita: las dos voleas que le dan la segunda manga podrían colgar de las paredes de los mejores museos.
El pulso se compite más con la cabeza que con la raqueta. Federer tiene dos bolas de break con 4-3 que le dejan sacando por la primera manga. El escocés se las niega. Al siguiente juego, es Murray quien se pone 4-4 y 15-40, él quien tiene dos puntos para sacar por el parcial, y los hace suyos. Lo mismo, pero al revés, ocurre en la segunda manga. Con 4-4, Murray tiene dos bolas de break que le dejan sacando para adelantarse por dos sets a cero. Federer las salva. Al poco es el suizo quien tiene el punto de set y ahí llegan esas voleas impresionantes, maravillosas, de película.
Se levanta el público, anonadado por el gesto técnico, y al poco, ya en el tercer set, llega la lluvia (4-6, 7-5, 1-1 40-0).
Eso cambia dos cosas. El techo cerrado favorece el saque de Federer, porque le quita el viento y protege su espalda del frío, igual que ayuda al resto de Murray, porque pica más alta la pelota. Se compite bajo el ruido de la lluvia que golpea el techo, fantasmagórico es el escenario, cada gota tronando como si fuera el sonido de los tambores de guerra. Se llega a ese 3-2 del tercer set, con Federer encerrando a Murray sobre el revés y luego poniéndole a correr al lado contrario, donde la derecha del escocés dispara menos que una pistola de agua. Se compite ese juego de casi 20 minutos, ese de las seis bolas de break y los 10 deuces, ese en el que Federer rompe a Murray y con ello se lleva el partido. El séptimo Wimbledon, tantos como Pete Sampras y William Renshaw, es suyo. El suizo, a un paso de los 31 años, vuelve a ser el número uno. Simplemente, un genio.