Obama y Putin tratan de despejar el riesgo de un regreso a la guerra fría
Barack Obama y Vladimir Putin se encontrarán hoy lunes frente a frente por primera vez desde que éste último ha recuperado su puesto en el Kremlin. La entrevista, que será previa a la cumbre del G-20 en Los Cabos, en la que ambos participan, ocurre entre negros augurios de que Estados Unidos y Rusia podrían regresar a una época de tensión relativamente superada durante la presidencia de Dimitri Medvedev.
El más reciente síntoma de la nueva hostilidad entre los viejos rivales de la Guerra Fría son las diferencias expuestas por ambos países a propósito de Siria, el primer tema de la agenda de esta reunión bilateral. Pero existen otros muchos, desde Irán hasta el escudo antimisiles en Europa, en los que Obama y Putin tienen por delante un difícil trabajo para conseguir acuerdos.
El regreso de Putin ha dejado, de momento, en suspenso lareprogramación de relaciones que Obama y Medvedev hicieron durante sus años de diálogo. Esa colaboración permitió la firma de un significativo plan de reducción de armas nucleares, modificó el inicial y más ambicioso proyecto de escudo antimisiles y facilitó, entre otras cosas, una cooperación más estrecha de parte de Rusia en Irán y Afganistán. En relación con este último conflicto, Moscú incluso dio facilidades para el abastecimiento de las tropas norteamericanas.
Aunque Putin, como primer ministro durante ese periodo, siempre respaldó y permitió esa política de cooperación, su llegada al Kremlinpretende ser una oportunidad para que Rusia busque también una mayor influencia mundial, lo que podría significar la exhibición de una imagen más fuerte.
Putin siempre se ha sentido cómodo en el papel de hombre fuerte, especialmente frente a EE UU. Ya intentó hacer recaer sobre EE UU la responsabilidad por las protestas en Moscú y condenó en tono severo a la secretaria de Estado, Hillary Clinton, por sus críticas a las regularidades detectadas en las últimas elecciones presidenciales rusas. Más recientemente, encontró la excusa de sus ocupaciones en la formación de Gobierno –lo que, formalmente, no le compete- para no asistir a la reunión del G-8 en Camp David.
El último y fuerte encontronazo entre Moscú y Washington tiene, precisamente, a Clinton como protagonista. La jefe de la diplomacia estadounidense ha denunciado esta semana sin miramientos la complicidad de Rusia con el régimen que está atacando a su propia población en Siria y ha asegurado que el envío de armas al Gobierno de Damasco –incluido helicópteros de combate- está provocando una guerra civil en ese país.
El Gobierno ruso contraatacó diciendo que EE UU está armando a los rebeldes, pero todo el mundo entendió esa acusación como una mera batalla dialéctica, similar a las que eran frecuentes durante la vigencia de la Unión Soviética.
Ese es el espectro que Putin y Obama tienen que intentar despejar en Los Cabos, el peligro de que las relaciones entre las que todavía son las dos únicas superpotencias nucleares degenere en un enfrentamiento que impida los progresos necesarios en numerosos escenarios políticos y económicos.
La Casa Blanca, según han comentado sus portavoces, tiene intención de convertir esta reunión en una extensión de las buenas relaciones que predominaron durante la etapa de Medvedev. La mejor prueba de ello sería un acuerdo sobre Siria para detener la ayuda al Gobierno de Bachar el Asad mientras dura la gestión mediadora de la ONU y un compromiso –esto es algo más sencillo- para impedir la construcción en Irán de una bomba atómica.
Unas de las incertidumbres de cara a esta reunión es qué Putin se encontrará Obama, hasta qué punto las manifestaciones contra él en Moscú han minado la confianza de un hombre que siempre ha presumido de su autoridad y su respaldo popular. Un Putin más débil podría hacer más fácil el trabajo del presidente norteamericano. Pero un Putin más débil también podría hacerlo más inflexible, tratando de ganar afuera el prestigio que ha perdido en casa.