El dinero sucio salpica al Vaticano
Durante los últimos meses al frente del banco del Vaticano, el economista Ettore Gotti Tedeschi, de 67 años, vivió temiendo que alguno de los hombres fuertes de la Iglesia, con birrete o sin él, diesen la orden de matarlo. Por si eso llegaba a suceder, construyó con paciencia de filatélico un voluminoso informe que su secretaria tendría que entregar tras su muerte a dos amigos suyos, un abogado y un periodista, para que ellos a su vez lo hicieran llegar a un tercer amigo: el Papa. Contenía el informe multitud de documentos —correos electrónicos, fotocopias de su agenda, apuntes a mano— que servirían para entender por qué Gotti Tedeschi fracasó en su misión de adecentar el Instituto para las Obras de Religión (IOR). El economista sospechaba que detrás de algunas de las cuentas cifradas del banco se ocultaba el dinero sucio de empresarios, políticos y hasta de jefes de la Mafia. Como sucede a veces en las películas, antes del asesino llegó la policía y se incautó del informe. Ahora es el Vaticano el que tiene miedo.
No se trata de un miedo abstracto, no es temor de Dios. Es pánico verdadero a que Gotti Tedeschi, o la policía, o los fiscales, o tal vez los periodistas, saquen a la luz alguno de los documentos contenidos en el informe reservado o en los 47 archivadores que los Carabinieri —por orden de los fiscales de Nápoles y Roma— se llevaron de su casa. No es otra cosa que temor, aunque disfrazado de amenaza, lo que rezuma un comunicado hecho público por la sala de prensa del Vaticano el viernes por la tarde. El primer párrafo advierte: “La Santa Sede ha recibido con sorpresa y preocupación los recientes sucesos en los que está involucrado el profesor Gotti Tedeschi. Pone la máxima confianza en la autoridad judicial italiana para que las prerrogativas soberanas reconocidas a la Santa Sede por la normativa internacional sean respetadas adecuadamente”. El segundo párrafo amenaza: “La Santa Sede (…) está examinando con el mayor cuidado la eventual lesividad de las circunstancias”. La traducción al román paladino es bien clara: saquen sus manos de nuestros asuntos o todos ustedes —Gotti Tedeschi, policía, fiscales e incluso periodistas— se las tendrán que ver con nosotros en los tribunales.
El escándalo del Vaticano aumenta de nivel vertiginosamente. Las primeras noticias de que intramuros se libraba una guerra de poder muy poco piadosa entre sectores de la Curia llegaron a principios de año con la filtración de documentos secretos que hablaban, entre otros asuntos, de un exótico complot para eliminar al Papa y de la defenestración de monseñor Carlo María Viganò —el encargado de licitaciones y abastecimientos— tras denunciar diversos casos de corrupción. La fuga de documentos desembocó en la detención, el 25 de mayo, de Paolo Gabriele, el mayordomo del Papa, acusado de robar y filtrar cajas enteras de la correspondencia papal. Aquel golpe mediático —con sus adornos de cuervos infieles, laicas consagradas y un apuesto secretario papal que inspiró la colección de Donatella Versace en 2007— a punto estuvo de eclipsar un hecho capital acontecido un día antes: la destitución fulminante por “pérdida de confianza” del hasta ese momento presidente del IOR, Ettore Gotti Tedeschi, destacado miembro del Opus Dei y amigo de Joseph Ratzinger, a quien incluso había ayudado a redactar una encíclica. Sin embargo, aquel no fue un despido cualquiera. Los consejeros del IOR, recuerda el vaticanista Andrea Tornielli, dedicaron al propio Gotti Tedeschi un “documento durísimo, que lo demolía moral y profesionalmente al dar a entender que estaba involucrado en la fuga de documentos de los cuervos vaticanos”. No se trataba, por tanto, de deshacerse del amigo de Benedicto XVI. Se trataba de destruirlo.
La razón de tanta saña tal vez esté en los documentos encontrados el martes en su casa de Piacenza y en su despacho de Milán. Gotti Tedeschi señala en su informe: “Todo comenzó cuando pedí información sobre las cuentas que no pertenecían a religiosos”. Según varios medios italianos, durante su permanencia al frente del banco del Vaticano, al que llegó en 2009, fue descubriendo que, tras algunas cuentas cifradas, se escondía dinero sucio de “políticos, intermediarios, constructores y altos funcionarios del Estado”. Pero no solo. Como sostiene la fiscalía de Trapani (Sicilia), también Matteo Messina Denaro, el nuevo jefe de jefes de la Cosa Nostra, tendría su fortuna puesta a buen recaudo en el IOR a través de hombres de paja. Dicen que fue entonces cuando Gotti Tedeschi, quien se había tomado el encargo del Papa como una auténtica misión, empezó a tener miedo. Un miedo que lo llevó a procurarse una escolta y a elaborar, folio a folio, un expediente que solo vería la luz si era asesinado.
Pero la policía llegó primero. Y junto a los folios con correos electrónicos, fotocopias de la agenda y apuntes a mano, encontró dos listas de nombres. En una sin mucho interés figuran quienes Gotti Tedeschi considera amigos —el abogado, un periodista del Corriere della Sera, el mismísimo Pontífice —- y en la otra, más interesante, sus enemigos excelentes. Aquellos que, la tarde del 23 de mayo, escribieron una carta al secretario de Estado del Vaticano, cardenal Tarcisio Bertone, exigiéndole el despido del banquero de Dios porque “su cada vez más excéntrico comportamiento personal ya no es tolerable”. Se trataba de devolverle, a modo de bumerán, su propia acusación y achacarle ausencias injustificadas, falta de transparencia… La petición triunfó. Gotti fue despedido sin honra ni honor.
Pero, por si fracasaba aquella estrategia, los enemigos de Gotti Tedeschi ya tenían preparada una segunda. Habían encargado a un “psicoterapeuta e hipnoterapeuta” con licencia para trabajar en el Vaticano una especie de informe en el que, además de “egocéntrico y narcisista”, se acusaba al banquero de estar desequilibrado, de creerse víctima de una conspiración judeo-masónica. No hay quien gane en crueldad a los hombres de Dios cuando juegan a suplantar al diablo. Dice la policía que cuando, en la soledad de su casa, Gotti Tedeschi fue redactando su informe secreto temía verdaderamente por su vida. Tenía miedo a que sus enemigos intentasen aún una tercera y definitiva estrategia. Por eso, cuando el capitán de los Carabinieri le informó de que iba a proceder a un registro, el amigo del Papa respondió con alivio: “¡Ah!, creí que veníais a pegarme un tiro”.